JOSÉ ORTEGA VALCÁRCEL
CONSEJERO DE MEDIO AMBIENTE DEL GOBIERNO DE CANTABRIA / CATEDRÁTICO
DE ANÁLISIS REGIONAL EN LAS UNIVERSIDADES DE CANTABRIA Y VALLADOLID
Hablar y reflexionar sobre la montaña en nuestro ámbito y en este siglo XXI exige, de inicio, entender la sociedad en que vivimos y situar en ella el espacio de montaña, al mismo tiempo que ser conscientes de que éste no es uniforme, no es único, y tampoco puede identificarse, de forma simple, con espacio rural y mucho menos con espacio agrario. Es cierto que cuando planteamos la problemática de la montaña lo hacemos, casi sin excepción, desde la perspectiva de la montaña rural.
Y que este sesgo explica también que, de acuerdo con una muy extendida percepción y entendimiento de lo rural, se identifique espacio de montaña con espacio agrario. Una notoria equivocación y estamos precisamente en un ámbito que clama contra esa parcial e inadecuada reducción, porque bien sabemos que la Montaña Palentina ha sido, durante más de un siglo, un espacio industrial-minero, y que este mismo rasgo o carácter distingue o ha distinguido otras áreas de la montaña cantábrica, sin hablar de otros espacios de montaña en la Península Ibérica y fuera de ella y que los problemas con los que se han enfrentado y enfrentan estas áreas no pueden ser entendidos si prescindimos de esa realidad polivalente y compleja de las áreas de montaña.
Al plantear el enunciado de mi intervención he sido consciente de que deseaba resaltar y llamar la atención sobre un aspecto esencial y previo a cualquier abordaje, a cualquier reflexión sobre las áreas o espacios de montaña, a toda consideración sobre el potencial, sobre el patrimonio territorial, sobre los paisajes, sobre las actividades y sobre las demandas de las poblaciones de la montaña: que estos espacios no pueden ser desligados de la naturaleza urbana de la sociedad actual, de la urbanización, aunque sea sociológica, de la propia montaña como de los espacios rurales en general. No podemos seguir arguyendo entérminos de dualidad campo-ciudad o ruralurbano, en el marco secular, en realidad milenario, de este planteamiento, tan fértil y tan lúcido para entender las sociedades preindustriales pero tan insuficiente para comprender nuestra sociedad industrial y urbana. No han desaparecido los espacios rurales pero sí han dejado de existir los campesinos y el campo en el sentido y acepción que durante milenios ha determinado el propio desarrollo histórico y las contradicciones del mismo.
Los tiempos dominados por la dialéctica campo-ciudad terminaron cuando la industria independizó a la ciudad de la dependencia del campo y del campesino y le proporcionó un dominio económico y social sobre ese campo y ese campesino y subordinó al desarrollo industrial todos sus recursos tanto físicos como humanos. Todos los problemas y procesos que contemplamos en los espacios de montaña, en Europa y fuera de ella, derivan de esa intromisión dominante, que no deja de ser sino la forma en que la montaña se incorpora al espacio industrial primero y a su consecuencia directa, la urbanización, después. Hemos asistido a las distintas etapas y variedades de ese proceso universal que ha hecho, a las montañas, en unos casos, un área reserva o una Europa y fuera de ella, derivan de esa intromisión dominante, que no deja de ser sino la forma en que la montaña se incorpora al espacio industrial primero y a su consecuencia directa, la urbanización, después. Hemos asistido a las distintas etapas y variedades de ese proceso universal que ha hecho, a las montañas, en unos casos, un área reserva o una infraestructura para el desarrollo industrial y urbano, como fuente de recursos, caso del agua para riego y abastecimiento, en otros un elemento esencial integrado en la actividad industrial, en el caso de la minería, tanto metálica como de otro género y en otros muchos, como la energía, por ejemplo. Y, en muchos otros, y quizá como el componente más generalizado, como área de suministro de mano de
obra para los focos industriales urbanos.
La Montaña Cantábrica es una buena muestra y ejemplo de estos diversos escenarios y de estas distintas «biografías» de la montaña, desde Galicia hasta el País Vasco. La montaña no se reduce al espacio agreste o natural de las altas cumbres, porque también lo es la cuenca minera, también lo es la planta industrial o factoría fabril, también lo es el nudo de servicios ferroviarios, por poner algunos ejemplos. Y han sido estos espacios de montaña vinculados a la industria y el desarrollo urbano los que han urbanizado las sociedades y comunidades rurales de la montaña. En ocasiones por el propio desarrollo físico de esas concentraciones de población y mano de obra, como en el norte de León, en las cuencas mineras asturianas y palentinas, en los valles vascos.
En general, porque las culturas rurales sostenidas sobre la actividad agraria y las actividades no agrarias preindustriales o de la primera industrialización, se han visto impotentes para subsistir con autonomía en un marco de urbanización de la cultura, en su producción y en la difusión de la misma, de tal modo que los modelos «culturales» rurales que pretendemos sostener lo son desde una perspectiva necesariamente patrimonial, es decir, como una herencia, del mismo modo que el patrimonio construido, asociada a esas culturas.
Es decir, desde la cultura urbana que, paradójicamente, se hace consciente del significado y el valor de las mismas. Por ello, cuando tratamos de definir un marco de futuro para estos espacios y para las comunidades que habitan en ellos no deberíamos olvidar este dato de partida: ese marco no puede formularse al margen de esa condición urbanizada, de esa pertenencia a una sociedad urbana que concentra más del 80 por ciento de la población pero que, sobre todo, determina, radicalmente, las coordenadas del desarrollo de todo el territorio, y que impregna, por completo, culturalmente, sociológicamente, también a la población residente en las áreas de montaña.
1. LOS ENFOQUES PREDOMINANTES SOBRE LA MONTAÑA
Una observación, incluso superficial, de los enfoques y políticas dedicados a la montaña en Europa, dentro y fuera de la Unión Europea, desde el decenio de 1970, cuando surgen o se inician estas políticas y esta preocupación por las áreas de montaña, muestran de forma meridiana el predominio de la visión agraria, la consideración desde la perspectiva de la agricultura de montaña, – y no deja de ser llamativo, porque en esos años se estaban produciendo, por ejemplo, en España, las crisis de las cuencas mineras (Barruelo, sin ir más lejos)-, de la agricultura en lo que se denominaba áreas o zonas desfavorecidas, para la actividad agraria, se entiende, y se formulaban políticas de pluriactividad para los ganaderos, o se manejaba el concepto de compensación a los mismos como conservadores del patrimonio natural y del paisaje y los recursos físicos. La percepción de los problemas de la montaña desde la óptica agraria, que es patente en que los programas fundamentales dedicados a esas áreas se enmarcan en la PAC y sus derivaciones en el marco del desarrollo rural, del desarrollo endógeno y del desarrollo sostenible, en términos que yo he criticado, con otros, por lo que tienen de filosofía subyacente de autarquía y en cierto modo de marginalidad declarada y consumada para las áreas de montaña.
Es verdad que en el último decenio se han generado otros enfoques relacionados con el empleo, con la accesibilidad física y social, pero también lo es que sigue siendo dominante la consideración agraria y sus derivaciones artesanales, industriales, y de servicios adaptadosa las poblaciones agrarias, como la hostelería, con las ayudas hacia las casas rurales y demás objetivos en ese área del turismo rural.
La pluriactividad, que constituye un planteamiento razonable y adecuado, en la perspectiva del desarrollo rural y del desarrollo de las áreas de montaña, en particular, queda sesgada porque resulta contemplarse, sobre todo, como pluriactividad de la población agraria.
Más adelante me referiré al carácter paradójico, por no decir contradictorio, que presenta este planteamiento y que lo hace escasamente efectivo e inapropiado. Se enmarca en un contexto válido que es la di versificación del empleo y la actividad y por ello la necesaria multiplicación de actividades, de nuevos yacimientos de empleo, en los que pueda encontrar acomodo una población activa expulsada del sector agrario o que no tiene cabida en él.Otros enfoques, tempranos en el tiempo, pero potenciados e impulsados en los últimos decenios, con notable apoyo europeo, priman la consideración de la montaña desde la perspectiva naturalista, destacando la riqueza de la biodiversidad que distingue a espacios con notables contrastes en sus condiciones bioclimáticas, con rasgos físico-geológicos y geomorfológicos singulares y sobresalientes, con
ecosistemas variados y preservados en función del uso imperante durante siglos, que ha decantado equilibrios naturales o naturalizados que constituyen un sobresaliente patrimonio cultural. Porque se identifican y valoran desde la cultura y conviene decir que desde la cultura urbana. Lo que explica y define tanto sus cualidades como sus carencias: cualidades en lo que tiene de valoración y preservación de ese patrimonio, que cristaliza en figuras de protección diversas, de distinta índole, naturaleza y ámbito; carencias porque, por lo general, se plantean desde la imposición sobre las comunidades locales, sin una adecuada información, formación y participación de las mismas, en relación con los intereses vinculados a los usos existentes, como bien conocemos. Y aparecen, muchas veces, como amputaciones de derechos y como expulsión o marginación social.
2. LA CULTURA DE LA PROTECCIÓN: UNA CULTURA URBANA
Porque los espacios protegidos de montaña tienenuna característica que solemos olvidar: están protegidos para una sociedad urbana. Lafilosofía de la protección, como la del uso de los espacios de montaña para el ocio son productoy demanda de la sociedad urbana y sólo se entienden en ese marco social y cultural. El mundo rural se ha incorporado a esa filosofía y a esa práctica cuando han descubierto el valor de propio patrimonio, de su historia y de sus productos, cuando los urbanos han valorado esos espacios que durante siglos han sido, ante todo, el espacio de vida, el espacio cotidiano del campesino, del cazador, del forestal, del minero, del obrero fabril, pero también el espacio de su declive, de su decadencia económica, de la desestructuración de su familia y grupos sociales, que explica la doble cara de la relación del rural con su entorno, como explica la relación del obrero industrial urbano con su fábrica reconvertida y cerrada, ignorada, cuando no repudiada.
Las políticas de montaña en Europa han evolucionado sólo muy tardíamente, y por ello su efectividad ha sido local y parcial: local porque se ha vinculado al éxito de acciones puntuales asociadas a iniciativas de colectivos locales, caso del LEADER, aunque haya sido con notables actuaciones. Parcial porque se ha producido en algunos sectores o acciones específicas, caso de las casas de labranza en unos, de los ecomuseos, en otros, de la recuperación artesanal entre otros muchos.
Tenemos que preguntarnos necesariamente porque estas políticas y estas acciones así como los fondos dedicados a estos fines no consiguen frenar el retroceso de las poblaciones de las áreas de montaña, el envejecimiento que se señala como común denominador de ellas, y ya desde hace muchos años, más de un cuarto de siglo, sin duda. Y debemos hacernos esta pregunta en un marco que pone de manifiesto que los incrementos de población en áreas de montaña se producen, sobre todo, en aquellas más integradas en áreas urbanas, como el País Vasco, por referirnos a la Cantábrica.
Yo he señalado desde hace años el dilema y la contradicción a que me refería antes, respecto a las políticas que han dominado el panorama europeo durante el último cuarto de siglo. El enfoque agrario, desde una notable componente ideológica, que asocia «valores» específicos a las poblaciones campesinas en contraposición con la ausencia de los mismos en las poblaciones urbanas, ha primado, por una parte, la conservación de la actividad agraria, sobre todo ganadera, como un eje básico de las políticas europeas. Se señala que es esa actividad y quienes la practican lo que garantiza la preservación de los espacios de montaña y de sus valores patrimoniales y paisaje.
Se formulan acciones y políticas de apoyo en ese sentido que subvencionan esa actividad y a quienes la practican, incluyendo el perfil compensatorio. Se les confiere la categoría de conservadores de la naturaleza y del paisaje.
Al mismo tiempo se refuerza y explaya la política de fomento de la pluriactividad que se convierte en un pilar clave de esas políticas. Pluriactividad para el campesino de la montaña. Se le financia para que sea hostelero, para que sea artesano, para que sea comerciante, entre otras propuestas.
¿No hay una evidente contradicción entre este objetivo de preservación de la actividad agraria en la montaña con las limitaciones introducidas al restringir las ayudas a la pequeña agricultura? ¿No resulta paradójico que se restrinja al marco de lo agrario la responsabilidad de la preservación del espacio de la montaña, cuando sabemos que la población agraria está en retroceso ineluctable, es una población envejecida, fuertemente envejecida? ¿No constituye una falta de coherencia formular en la montaña una política de pequeña agricultura, y con ello de agricultura no rentable ni eficiente, en general, cuando la historia nos enseña que las economías agrarias de montaña han estado sustentadas sobre prácticas y técnicas extensivas, que por su propia naturaleza exigen grandes extensiones, unidades de producción amplias para que el producto final sea equiparable al de otra actividad en renta?
La montaña en USA no se sostiene sobre un minifundio. La montaña en Nueva Zelanda no se sostiene sobre un minifundio. Se sustentan como economías modernas sobre grandes explotaciones de cientos o miles de hectáreas, dedicadas al ganado bovino o al ovino.
¿No resulta sorprendente que se pretenda mantener la montaña, los espacios de montaña, el patrimonio de la montaña, natural y cultural, en definitiva el patrimonio territorial construido a lo largo de milenios, por poblaciones numerosas, fecundas, que explican la edificación de ese patrimonio y el mantenimiento del mismo, con una población en retroceso, reducida y envejecida? Las montañas necesitan una actividad agraria, es cierto.
Es un objetivo necesario. Pero tiene que ser una agricultura rentable. No puede ser una agricultura de subsistencia. Pero las montañas necesitan, sobre todo, asentar población, reconducir la dinámica de retroceso actual. Y esto sólo es viable por el camino de la atracción de nuevas poblaciones y por la preservación de la existente. Y efectivamente este objetivo va directamente vinculado y asociado a la pluriactividad. Y aquí la historia, el conocimiento del pasado, debe servirnos para no equivocarnos.
La pluriactividad no es sólo ni principalmente la del campesino, es una pluriactividad social, es la existencia de un campo de actividades diversificadas, practicadas por poblaciones residentes a tiempo completo o como una parle sustancial de sus ingresos o rentas. En el pasado, en muchas de las montañas europeas, como en otras latitudes, y sobre todo en las ibéricas, fueron actividades de servicios, como el transporte, actividades cualificadas, de especialistas, como los canteros y guarnicioneros, o metalúrgicas, como los campaneros, en Cantabria. Por no hablar de los oficios artesanos bien conocidos.
La pluriactividad en la montaña tiene que asentarse sobre nuevos empleos. Y hay una componente de especial relevancia cuando se habla tanto del campesino-jardinero y se formula lo de la compensación por la labor ecológica o conservacionista del ganadero o campesino montañés. La conservación del patrimonio de la montaña tiene que ser el resultado de una política territorial, sobre la que volveré, y
de una di versificación de empleo específico. Preservar la montaña en un territorio en el que la población agraria es mínima y está envejecida no puede reposar sobre ella: tiene que descansar sobre empleos estables, temporales o a tiempo completo, con perfil específico, de acuerdo con las labores o demandas exigidas por esa conservación. La montaña necesita especialistas en paisaje, necesita especialistas en construcción y mantenimiento de muros y construcciones de piedra seca, necesita especialistas o expertos en la madera, en cantería, entre otras muchas. Son empleos a crear. Para mantener poblaciones existentes con riesgo de abandono o para atraer población externa.
3. EL FUTURO DE LAS CULTURAS MONTAÑESAS
La permanencia de las culturas montañesas, en cuanto culturas rurales, sólo será posible en el buen entendimiento de su ubicación en un mundo urbanizado, en un espacio caracterizado, como destacaban los sociólogos del primer tercio del siglo XX, por el continuo urbanorural en el que lo rural queda absorbido por la expansión urbana. En definitiva, por aquello que se dijo más tarde, del final del campesinado.
Y no sólo en la montaña. Si lo hacemos así la preservación cultural en los espacios de montaña supone, ante todo, una preservación del producto cultural montañés, en su diversidad, en su complejidad, a través de la preservación de lo que esas culturas elaboraron a lo largo de siglos o milenios. Siendo conscientes de que preservar requiere, a veces, transformar, cambiar.
Debemos ser conscientes de que este patrimonio a preservar responde precisamente a la valoración que la omnipresente cultura urbana ha dado al mismo, al reconocerlo como un valor sobresaliente, en cuanto manifestación de unas prácticas culturales y de una organización social responsable de ellas. Los espacios ganaderos pastoriles o no construidos y decantados a lo largo de milenios con sutiles pero significativas variaciones y acomodaciones de acuerdo con el desarrollo social; los terrazgos montañeses, con específicas formas de explotación de los factores físicos, tanto morfológicos como bioclimáticos, con esa misma sabia apropiación de los valores físicos (insolación, pendientes, etc); la explotación del monte y su orientación hacia formas más productivas o adaptadas a las demandas sociales, reconduciendo la composición de las asociaciones presentes, que es un rasgo general, aunque se nos ofrezca con especial fuerza en algunos sectores serranos; la intrusión fabril moderna vinculada a la existencia de recursos físicos sea el agua sea el mineral, sea la madera.
Todos ellos nos han dejado una evidencia del saber hacer de estas sociedades o comunidades rurales montañesas.La crisis actual de esta organización del espacio montano descubre la crisis de la propia comunidad montañesa. La problemática actual no es ya identificar esa organización y sus elementos constitutivos. Afortunadamente eso ya está hecho en lo esencial y con un amplio conocimiento en la generalidad de las montañas ibéricas y europeas, y en particular en la montaña cantábrica. La problemática actual radica en cómo incorporar esta rica herencia a una sociedad urbana en un marco rural que, desde la perspectiva social también se ha urbanizado, porque la sociedad industrial ha penetrado hasta lo más profundo de los valles y collados de la montaña y porque ningún montañés ha escapado al influjo urbano, que ha absorbido y transformado tanto comportamientos como economías y espacios.
El problema radica en que la crisis, en los últimos tiempos, no ha ahorrado tampoco a aquellos sectores de la montaña incorporados a la economía industrial, como los mineros, ni a muchos de los fabriles, vinculados precisamente al despegue industrial y urbano. Ha sido una crisis económica, productiva, demográfica, social y cultural. Todos conocemos sus dimensiones y sus efectos y consecuencias, en particular en el ámbito cantábrico.
La urgencia de una revisión radical de los postulados sobre la montaña es evidente. Y entiendo que mi papel en esta ocasión, como lo he señalado en otras análogas, es resaltar dos circunstancias, a las que ya he aludido de pasada, que son un punto de partida de cara al futuro como soportes de las políticas y de las acciones para una preservación cultural del mundo montañés.
La primera es la conciencia de que actuamos en una sociedad urbanizada donde ha desaparecido lo rural-campesino, tanto como marco de intervención sobre el espacio, como desde la perspectiva social y desde la capacidad para generar formas culturales propias.
La segunda es que precisamente esta primera determinación nos descubre que el valor patrimonial que dados a las culturas rurales montañesas, en sus diversas manifestaciones, tanto agrarias como no agrarias, tiene una raíz urbana y una dimensión urbana, y pertenece a una cultura urbana moderna. La tercera es que, por consecuencia, el éxito en la adecuada preservación de estas culturas rurales proviene
del acertado enfoque patrimonial de las mismas, en todas sus dimensiones, físico-naturales, agrarios, constructivos, etc.
Por último, la constatación de que este objetivo compartido, por estas circunstancias enunciadas, sólo puede alcanzarse en un marco de integración de las áreas rurales en el mundo urbano dominante y que esta integración no es viable, en general si no se sustenta sobre un proceso de planificación territorial integral, de carácter regional, que permita a las áreas rurales de montaña compartir mercados de trabajo, formar parte de cuencas de trabajo comunes, que asegure la distribución de inversiones, que comporte una distribución de actividades o polos de actividad en ese marco regional, que introduzca áreas industriales modernas adaptadas tanto al perfil industrial de este siglo, como industrias limpias e industrias de conocimiento, como al contexto ambiental de la propia montaña, que asegure la accesibilidad física y social a las poblaciones montañesas y que facilite la permeabilidad social con otras áreas, que garantice la integración en mercados de trabajo urbanos, que introduzca actividades de servicios modernos, que no tienen porqué ser ajenos a tradiciones montañesas como es el caso del transporte de mercancías por carretera.
Un marco de integración urbana en la que el empleo ambiental o cultural las economías ambientales de mercado reconozcan el valor y el precio del paisaje, el valor y el precio de los productos de una cultura montañesa, como elementos de una sociedad montañesa moderna. La exigencia de la planificación territorial como instrumento de actuación, que integre polos o centros urbanos y áreas de montaña inmediatas, es la única posibilidad de que la inversión pública pueda planificarse en orden a proporcionar esas infraestructuras modernas a las áreas rurales de montaña, de establecer políticas o acciones de incentivos para crear o para fortalecer polos locales de impulso, para generar estrategias de especialización a través de políticas de división del trabajo en esos marcos regionales.
No descubro nada nuevo si afirmo que hasta la fecha la planificación regional ha brillado por su ausencia y que ausencia de planificación regional ha perjudicado de modo manifiesto a las áreas rurales, en particular a aquellas más periféricas, con un grado de accesibilidad física y social menor, no vinculadas con centros urbanos relevantes. No deja de ser significativo que sean las áreas rurales de montaña más inmediatas a los grandes centros urbanos las que presentan valores de crecimiento y desarrollo dinámico.
Las áreas de montaña en el siglo XXT en Europa exigen transitar desde el ilusionismo del descubrimiento de sus valores, en un marco de deterioro y acciones puntuales, a un proceso de integración progresiva territorial en los grandes espacios regionales que se configuran en la actualidad. Las áreas rurales de montaña no son un espacio aparte, no son un espacio aislado, no constituyen un fenómeno al margen del resto. La Montaña, las montañas, han sido y son una fracción importante del espacio regional y un potencial para el propio desarrollo regional. Y como tales deben ser incorporadas a la planificación territorial.
Precisamente el futuro auténtico de las montañas y la preservación de las culturas rurales, de sus productos seculares, va unido a su integración y asimilación como un elemento de la sociedad urbana moderna.